Ese es el caso de Javier Núñez, autor de "El sendero del horror" del que ya os hablé en su momento.
Es para mí un honor que me permita presentar en mis Puntos... un relato inédito que os invito a leer porque seguro que os sorprenderá.
UNA HABITACIÓN
PARA LA ETERNIDAD
por Javier Núñez
Correctora:
Bea Magaña
Rafaela se encontraba
sentada ante una pequeña mesa de madera ajada, llena de vetas y nudos oscuros,
jugando una partida de solitario con una baraja española. Las cartas dispuestas
sobre la superficie gastada estaban combadas y llenas de dobleces. Cogió
una del montón que sostenía boca abajo
en la mano izquierda, le dio la vuelta y la examinó. Comprobó que se trataba
del cuatro de espadas y la dispuso en la parte inferior de una de las hileras.
Pese a moverse con gestos lentos y pesados, no necesitó detenerse a pensar
dónde ponerla. Había jugado tantas veces aquellas partidas. Tantas miles de
veces…
Alzó la vista y miró hacia
el pequeño bulto que yacía tendido en la cama, inmóvil frente a ella. El
armazón de esta era de un hierro tan deslustrado que ni siquiera la luz del sol
que se colaba tímidamente por la ventana era capaz de arrancarle un destello.
El hombre que se encontraba bajo las mantas estaba recostado sobre el lado
izquierdo, de cara a la suerte de puerta de que disponía la habitación, y
permanecía inmóvil durante tanto tiempo que podía inducir a pensar que estaba
muerto. Solo que no era así. No allí.
La realidad era que se hallaba tan débil que apenas era capaz de mover una
ínfima parte de su propio peso.
Rafaela regresó a su
partida de solitario. Al agachar la cabeza comprobó que, por sí misma, su mano
derecha ya había comenzado a depositar una sota de bastos en la parte inferior
de otra de las hileras. El resultado no era importante para ella. Le daba igual
si completaba o no el solitario, pero la decisión de seguir jugando no le
pertenecía. Continuaba haciéndolo porque no tenía alternativa. Arrojar las
cartas contra el suelo y cruzarse de brazos no constituía una opción válida. Su
margen de movimientos no podía ser más reducido. Con excepción de algunas
pequeñas modificaciones conductuales sin importancia, todo escapaba a su
control. Todo estaba escrito, y quien lo hizo había usado tinta indeleble. De
la que perduraba en el tiempo, sin siquiera emborronarse.
El As de copas, la
siguiente carta, no encajaba en ninguna de las siete hileras, así que la
devolvió al montón y cogió otra. Jugó durante un rato más. Hasta que, poco a
poco, el montón fue disminuyendo de grosor, y se quedó con menos de una docena
de cartas en la mano. Colocó un tres de oros al final de la tercera hilera
empezando por la izquierda antes de que la partida entrara en una fase de
bloqueo insalvable y no le quedara más remedio que darla por finalizada. Las soltó
boca arriba, sobre la mesa, y comenzó a recogerlas para empezar una nueva.
Aunque, en realidad, no
tenía nada de nueva.
No necesitaba jugarla para
saber que la próxima también la perdería. Pero, aun así, debía hacerlo. Debía
jugarla. Como todas las anteriores, y como todas las que vendrían después.
Cuando volvió a quedarse
bloqueada —esta vez con solo cuatro cartas en la mano—, retiró la silla de
madera hacia atrás y se levantó. La anea entrelazada crujió cuando despegó el
trasero del asiento. Se alisó la falda y se acercó al hueco abierto en la pared
que hacía las veces de ventana. Al otro lado de los listones de madera que la
delimitaban, el cielo era de un color gris ceniza a causa de las numerosas
nubes que lo cubrían —incluso bajo ellos;
como si la habitación flotara en el espacio—. A través de estas, el sol pugnaba
por abrirse paso como un aguerrido soldado en medio del fragor de la batalla.
Cuando lo lograba, sus rayos diluían la penumbra en que se hallaba sumida la
habitación e iluminaban vagamente sus contornos. Al mismo tiempo, los rasgos de
Rafaela mutaban y se transformaban en un cúmulo entremezclado de luces y
sombras en su rostro surcado de arrugas.
La última vez que había
examinado su reflejo en un espejo tenía el pelo entrecano, y sabía que eso no
había cambiado. Ni ninguna otra de las características de su apariencia o
condición física. Seguía teniendo una acentuada red de varices en las piernas,
la verruga con forma de lágrima del párpado izquierdo, molestias en la parte
baja de la espalda como resultado de toda una vida de duro trabajo. Porque en
aquel sitio las cosas no variaban. No mejoraban ni empeoraban. Ya que allí el
tiempo —y todo cuanto pudiera guardar relación con él— no ejercía la menor
influencia. De hecho, literalmente, no existía.
Al cabo de un rato se
volvió, atravesó la habitación y se detuvo ante la cabecera de la cama. La
cabeza del hombre yacía apoyada sobre una fina almohada. Tenía los carnosos
párpados caídos sobre los pómulos, el pelo corto, negro y despeinado, y una
barba desaliñada que se amontaba en torno a sus mejillas y bajo su barbilla
como un ovillo de lana después de que un niño hubiera estado jugando con él.
Bajo esta se adivinaban con claridad unas mejillas hundidas, que hacían que los
pómulos parecieran más prominentes y los ojos más hundidos en sus cuencas. Su
nariz era ancha y estaba sepultada bajo un aluvión de venitas rotas: un rasgo
muy común entre los alcohólicos.
Rafaela no tenía ni idea
de cómo se llamaba. De igual manera que no sabía por qué compartía esa
habitación con ella. Por su aspecto, daba la impresión de que había llevado una
vida desordenada y poco saludable. Y el hecho de que hubiera terminado allí
añadía un nuevo elemento a la ecuación: no había sido una buena persona. Como
ella, al parecer. Por eso permanecían atrapados en una burbuja que no estallaba
y que todo apuntaba a que nunca lo haría.
Sus intentos de entablar
conversación con el hombre habían pinchado en hueso. Era consciente de la
presencia de Rafaela, pero hablar resultaba ser una tarea demasiado ardua para
él. Rafaela pensaba que, para terminar en ese estado, debía haber hecho mucho
daño y dejado tras de sí mucho dolor durante el tiempo que su corazón había
bombeado sangre a todos los rincones de su organismo.
El hecho de que no solo
hubiera terminado allí, sino que su castigo fuese permanecer inconsciente la
mayor parte del tiempo, le había encogido el alma. Pero eso solo había sucedido
al principio. Los primeros días, por así decirlo. Luego había concluido que
existían varios preceptos inviolables, cuyo quebrantamiento le hacían a uno
acabar allí. Y que el hombre debía haberse llevado unos cuantos por delante,
como un obstáculo en medio de las vías al paso de un tren de mercancías. Varios
peldaños por encima de los que quiera que se le atribuyesen a ella, en todo
caso.
El hombre sufrió el
esperado ataque de tos y Rafaela lo recibió con tranquilidad, inclinándose
sobre él y rodeándole el cuerpo con los brazos. Bajo los huesudos omóplatos, su
piel estaba blanda y correosa, y despedía un tufo agrio semejante al de la
leche de un brick olvidado en el fondo de la nevera, detrás de un bote
extragrande de mostaza. Tiró de él y lo incorporó sin dificultad. La manta con
que se cubría cayó sobre su regazo, dejando a la vista un torso descarnado que
era poco más que pellejo, en el que destacaban dos gruesos pezones sonrosados
rodeados de una mata de oscuro pelo largo y rizado.
Estuvo dándole palmaditas
en la espalda, sin preocuparse por que le tosiera en la cara, hasta que se le
pasó. Seguía resultándole tan desagradable como la primera vez, pero hacía
mucho que había dejado de atender a remilgos. Cuando el cuerpo del hombre
empezó a relajarse, Rafaela lo apartó de sí y lo recostó nuevamente sobre el
colchón. Su boca abierta dejaba a la vista unos dientes amarillentos y picados,
y un reguero de baba le rodeaba la boca y se le escurría por entre la barba.
Boqueó varias veces, como un pez fuera del agua. Entonces, entreabrió los ojos
y articuló un inaudible «gracias».
Rafaela no contestó. El
simple hecho de que aquel hombre estuviera allí le despertaba un profundo
sentimiento de animadversión.
¿Cuál era la historia de
su vida? ¿Qué era aquello tan horrible que le había hecho terminar en ese
lugar?
Aunque, si lo odiaba, ¿lo
justo no sería que se odiara también a sí misma? No recordaba nada de su vida anterior. Todo su pasado se había
borrado de su cabeza como una foto velada. Así que no podía saber qué acción o
acciones la habían condenado a quedar atrapada en aquel sitio. Pero, en el fondo,
eso era lo de menos. Un mero detalle sin importancia, porque recordarlo no
cambiaría nada, partiendo de la base de que el pasado era inalterable.
El hombre había vuelto a
dormirse, y Rafaela se giró hacia la puerta que tenía a su espalda. O la
apariencia de puerta, más bien, puesto que carecía de picaporte, cerradura y
bisagras. Al principio de estar allí —fuera cuando eso fuese— la había
aporreado y pedido ayuda a gritos, pero nunca acudió nadie. Y era demasiado
robusta para una mujer de sesenta y tres años con problemas de circulación en
las piernas y artrosis en las articulaciones. No podría tirarla abajo ni aunque
fuese de cartón prensado.
Fuera, el cielo seguía
siendo de un gris plomizo, pero el sol había ido desplazándose hacia el oeste
hasta desaparecer del campo de visión que le ofrecía la ventana, sumiendo a la
habitación en una penumbra aún más intensa de lo que había habido hasta
entonces. Volvió sobre sus pasos y encendió la pequeña lamparita metálica que
había sobre la mesa. La bombilla de escasa potencia iluminó un círculo de unos
tres metros de diámetro que confirió un aire ominoso a la habitación.
Cuando el hombre encamado
sufrió un nuevo ataque de tos —la tos de un fumador de toda la vida—, Rafaela
volvió a incorporarlo y lo mantuvo sentado hasta que se le pasó. Esta vez, el
hombre no le dio las gracias. Quizá porque se había quedado definitivamente sin
fuerzas. Al cabo, lo recostó con cuidado y lo arropó con la sábana hasta el
pecho.
—No soy una mala persona
—dijo, elevando una protesta a la habitación vacía de oyentes.
Cada vez que llegaba aquel
momento exacto abría la boca y las palabras brotaban del fondo de su garganta,
estranguladas por la angustia. No siempre decía lo mismo. A veces, la queja
variaba. Solo que no sabía si estaba diciendo la verdad o únicamente algo que
se empeñaba en creer. Muy probablemente lo segundo, habida cuenta de los
resultados.
Regresó a la mesa de
madera desnuda y cogió la baraja. Al principio pensaba que, al menos, su castigador había tenido la deferencia
de concederle algo con lo que distraerse. Entonces, en cierto momento del
ciclo, se le había ocurrido que los naipes eran el pretexto perfecto para todo
lo contrario. Dado que allí no existía el tiempo, las partidas de solitario
eran su referencia respecto a cómo este transcurría subrepticiamente, igual que
un sosegado río subterráneo que discurriera bajo sus pies. A cómo avanzaba en
una dirección para, de pronto, trazar un giro brusco y regresar al punto de
partida, desde donde volver a empezar.
Mientras barajaba sentía
los últimos rayos de luz en la espalda. Ya no calentaban, y apenas lucían. El día tocaba a su fin para dar paso a la
oscuridad de la noche. La extraña
sensación de no comer nada había quedado atrás en algún punto del camino. No
tenía hambre ni sueño, porque allí no existían esas dos cosas. Siempre tenía el
estómago satisfecho y el cerebro despierto. Como máquinas autosuficientes.
Cuando terminó de barajar
dispuso siete cartas sobre la mesa y comenzó una nueva partida, pese a que aun
antes de hacerlo ya sabía que iba a perderla. Y la racha se prolongaría durante
cuatro partidas más. Otras siete y tendría que volver a levantarse para
incorporar al hombre después de que este sufriera otro ataque de tos.
Diecinueve antes de verse obligada a interrumpir el juego para hacerlo de
nuevo. Veintiséis antes del que llegaría a continuación. En torno a ciento
cuarenta antes de que el sol volviera a despuntar por el horizonte.
Entre tanto, la noche
transcurriría silenciosamente a su espalda, salpicada de estrellas y con la
luna desplazándose en el mar de brea en que se había convertido el cielo. Acabó
la partida que estaba jugando y, con la mente en blanco, recogió las cartas y
se puso a barajarlas mientras su mirada yacía perdida en un punto de la pared situado
por encima de la cama del hombre al que le había sido encomendado cuidar.
Dispuso otras siete sobre
la mesa y dio inicio a una nueva partida.
Había pensado mucho y
detenidamente qué era aquel lugar antes de llegar a una conclusión. La
detestaba, pero era la explicación más razonable de cuantas había valorado.
Estaba en lo que, en
Occidente, se hacía llamar Infierno.
No había fuego ni olor a
azufre por ninguna parte. Tampoco llantos desconsolados, gritos de dolor o
súplicas, pidiendo misericordia. Nada de eso. Tan solo una habitación de la que
no podía salir, con un hombre enfermo en una cama, unos naipes y una ventana
que le mostraba el circuito cerrado de luz y oscuridad, de día y noche en que
se hallaba atrapada.
Como una aguja de
tocadiscos atascada en los primeros segundos de una canción, repitiendo la
misma parte una y otra vez.
Repitiéndolos por toda la
eternidad.
-FIN-
Gracias por leerlo. Espero que te haya gustado.
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Si la teoría es cierto, ¿que puede haber provocado semejante castigo si la mujer parece haber tenido una vida dura?
ResponderEliminarLo primero, gracias por leerlo. No es una teoria en sí. Tan solo es ficcion, donde todo tiene cabida.
Eliminarno son los castigos corporales los que más aterran
ResponderEliminarMuy cierto, Rodolfo. Gracias por leerlo.
EliminarHola!! Soy el autor del relato. Cualquier opinión, tanto buena como mala, es bienvenida.
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