Aquella noche
visitaría el cementerio, como cada mes desde el pasado quince de noviembre. La
visita se había convertido en un ritual casi sagrado. El día quince, el mismo
en el que la muerte los había separado para siempre, ella se arreglaba para él
y acudía a visitarlo con un ramo de crisantemos amarillos.
Bajó del coche y caminó entre las antiguas sepulturas, las
cruces de mármol, las avenidas de nichos, las flores secas que tan bien
representan el olvido de la memoria, las esculturas de bronce, los epitafios,
los ángeles caídos… hasta llegar al lugar en el que él la esperaba, como cada
mes… ansioso, impaciente, con tantas
ganas de verla, con tantas cosas que contarle o eso es lo que ella deseaba
pensar.
Hoy se cumplía un año
de su fallecimiento.
Recogiendo la
falda de su vestido negro se sentó sobre la fría piedra de la lápida,
depositando las flores con delicadeza sobre ella.
De repente, el
dolor de cabeza volvió, no la dejaba pensar con claridad, no entendía lo que
estaba ocurriendo, era como si no fuese ella, como si alguien poseyera su
cuerpo, una extraña, una desconocida hablaba por su boca con una tétrica voz como
de ultratumba:
_ ¡Maldita
mosquita muerta! llevo todo el año aguardando este momento para consumar mi
venganza, he disfrutado enormemente viéndote sufrir, con tus lágrimas de viuda
afligida, destrozada por el dolor y sin ganas de vivir… hoy por fin te reunirás
con él… yo lo maté… ¿te sorprende? Te eligió a ti, pero no estaba dispuesta a
renunciar a su amor tan fácilmente, no sería mío pero tampoco iba a permitir
que fuera para ti, le envenené lentamente y tú ni siquiera te enteraste, cuando
despertaste ya estaba muerto y no recordabas nada, ni siquiera sabías de mi
existencia…
Un momento de
cordura y lucidez cruzó por su mente; no escuchaba nada, solo silencio, parecía que aquella mujer ya no estaba
allí, que volvía a ser ella, tenía que salir del cementerio, volver a casa,
tomar sus pastillas…
Se levantó como
pudo, temblando, pálida como un muerto, echó a andar hacia atrás intentando
escapar de aquella tétrica voz que aún resonaba en su cabeza... no vio el escalón
en el terreno que la hizo caer de nuca sobre la piedra de una tumba próxima
muriendo en el acto.
Al día siguiente,
en el tanatorio, la familia y los amigos más íntimos velaban su cadáver y
comentaban:
_ Pobrecilla... siempre fue una chica un tanto desequilibrada, desde que se casó había dejado
su tratamiento, ya no acudía a la terapia, decía que estaba curada y que no la
necesitaba…
Ninguno de los
allí presentes sabía nada de su trastorno de personalidad.
Participando en la propuesta de Teresa Cameselle