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CEMENTERIOS
La oscuridad y el
silencio reinaban en el cementerio. Era una fría noche de diciembre, tan gélida
y negra que ni el mochuelo había abandonado el calor del tronco del viejo
roble.
Iba a ser su
primera Navidad en su residencia eterna. Hacía solo unos meses que decidió que
no merecía la pena seguir adelante y puso el punto final a la corta historia de
su vida con un cocktail letal de ansiolíticos y antidepresivos.
Salió de su tumba,
como cada noche desde que llegó allí, le gustaba pasear entre los caminos de
arena que bordeaban los cuarteles de las antiguas sepulturas, leer los nombres
grabados en el mármol gris de los bloques de nichos, más limpios, más modernos,
más baratos… empequeñecer bajo las sombras alargadas de los cipreses, adivinar
las formas que proyectaba la luna sobre las esculturas de mármol, sobre las
lápidas, escuchar los grillidos y las carracas de los insectos nocturnos y los
maullidos de los gatos que osaban romper el tétrico silencio del camposanto...
No estaba solo en
sus paseos, eran muchos los que, como él, aprovechaban la ausencia de vida
humana, de almas mortales… para observar el mundo desde su nueva dimensión.
Siempre terminaba
su recorrido en el depósito, le gustaba asegurarse de que ningún cuerpo pasara su
primera noche allí solo, la noche de tránsito… la suya había sido tan vacía…
vivió solo, murió solo y fue enterrado solo con la única compañía del empleado
de la funeraria.
Aquella noche la
triste y fría camilla de mármol de la sala estaba ocupada. Lo que en vida
hubiera sido un escalofrío recorrió su cuerpo cuando vio que se trataba de un
pequeño ataúd.
_ Algún traslado
que ha llegado tarde, le enterrarán a primera hora de la mañana_ pensó mientras
levantaba la tapa de aquel diminuto féretro de madera blanca encontrándose con
la mirada perdida y ausente de una niña de corta edad.
Observó su rostro
frío y pálido como el de una muñeca de porcelana, nunca le gustaron esas
muñecas… su pelo rubio, rizado, con los tirabuzones cayendo sobre sus hombros
le daban un aire angelical.
_ No tengas miedo_
le dijo apretando su mano_ yo me quedaré contigo, no estarás sola.
_ No te
equivoques_ contestó la pequeña_ eres tú el que debería tener miedo, dejé tres niñas muertas en
aquel maldito internado antes de saltar por la ventana del cuarto piso para
comprobar si era cierto que los ángeles negros podían volar... habló con
una voz hueca y profunda que el eco de aquella estancia hacía todavía más
aterradora.
Se incorporó dentro
de la caja, contrajo todos los músculos de su rostro en una mueca desencajada y
espeluznante y con un movimiento tan rápido como violento liberó su cuerpo del
blanco sudario que la cubría y con los ojos fuera de sus órbitas saltó del
féretro.
_ ¡Me moría por
salir de ese cajón! Jajaja, irónico ¿verdad?
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